Capítulo 5 – ¿Genes para todo?

Cuando en 1933 los nazis llegaron al poder en Alemania el determinismo biológico se convirtió en la ideología del estado. ***Esto iba a ser su deshacer, al menos temporalmente, al igual que en el caso de la derrota de Alemania*** puntos de vista más exactos sobre la biología y el comportamiento humanos saltaron al primer plano. El racismo y la eugenesia fueron repudiados y se terminó por reconocer que la conducta humana estaba determinada cultural, no biológicamente. Esto se basó en investigación científica sólida y fue bien expresada (aparte de la confusión de “humano” y “hombre”, entonces prevaleciente) por Kenneth Boulding en 1966:

Es la gran peculiaridad del hombre, sin embargo, diferenciarse de todos los demás animales, que el don que sus genes le entregan es un enorme sistema nervioso de unos diez mil millones de componentes, cuyo contenido informativo se deriva casi totalmente del medio, esto es, del ingreso de datos del exterior al organismo. La contribución genética del sistema nervioso al hombre está virtualmente completa en el momento en que nace. Casi todo lo que ocurre de ahí en adelante es aprendido. Esta consideración es la que inspira al antropólogo contemporáneo a declarar que el hombre virtualmente carece de instintos y que prácticamente todo lo que sabe lo tiene que aprender de su medio, que consta tanto del mundo físico en que vive y se mueve y el mundo social en que nació (en Man and Agression—Hombre y agresión—, compilado por MF Ashley Montagu, OUP, 1968, pp. 86-87).

Y apoyado por el propio antropólogo Ashley Montagu:

Lo notable de la conducta humana es que es aprendida. Todo lo que un ser humano hace como tal ha tenido que aprenderlo de otros seres humanos. Desde cualquier predominio de reacciones heredadas o biológicamente predeterminadas que puedan prevalecer en el comportamiento de los demás animales, el hombre ha entrado en una zona de adaptación en la cual su comportamiento está dominado por las respuestas aprendidas. Es dentro de la dimensión de la cultura, lo aprendido, el hombre vuelto parte del medio, donde el humano crece, se desarrolla y tiene su ser como un organismo de comportamiento (p. xii, subrayado suyo).

Este hallazgo nunca ha sido popular entre quienes apoyan el gobierno de clase y los privilegios del capitalista. Tiene implicaciones que fueron demasiado democráticas, para no decir demasiado socialistas para ellos. En realidad, confirmó hasta decir basta que la llamada “objeción de la naturaleza humana” al socialismo era completamente infundada: la gente podría adaptarse a vivir en el socialismo, tal como se adaptó a vivir en el comunismo tribal primitivo, la sociedad esclavista de la Antigüedad, el feudalismo y el capitalismo.

Así, después de haber dejado un tiempo respetable para que los recuerdos que la gente guardaba del nazismo se atenuaran un poco, los defensores de un determinismo biológico muscular empezar a reaparecer. Uno de los primeros fue el naturalista austríaco Konrad Lorenz. El libro que escribió en alemán en 1963 fue traducido al inglés y publicado en 1966 con el título On Aggression—Sobre la agresión. En él argumentó que los humanos eran por naturaleza agresivos o, como él lo expuso, que estaban “programados filogenéticamente” para tener comportamiento agresivo.

En un capítulo titulado “La espontaneidad de la agresión”, Lorenz clamó que la agresión en los humanos era una “pulsión” generada internamente y parte de su fisiología heredada genéticamente.

Conociendo el hecho de que la pulsión de agresión es un verdadero instinto primario de preservación de la especie nos permite reconocer su cabal peligro: es la espontaneidad del instinto lo que lo hace tan peligroso. Si tan solo fuera una reacción a ciertos factores externos, como sostienen muchos sociólogos y psicólogos, el estado de la humanidad no sería tan peligroso como realmente es, pues, en tal caso, los factores que desencadenan la reacción podrían eliminarse con cierta esperanza de éxito (On Aggression, Methuen, 1969, p. 40).

Esta aseveración se basó en sus propios estudios de animales no humanos, principalmente aves y peces, y en su creencia personal en la idea de Freud de que “aún estamos impulsados por los mismos instintos que nuestros ancestros prehumanos”.

Sus colegas científicos se mostraron sumamente críticos ante el libro. Señalaron que al hablar de “instintos” en los humanos él estaba recurriendo a una noción desde hacía mucho tiempo descartada por inútil, que su punto de vista de que había “patrones de comportamiento social evolucionados filogenéticamente” en los humanos contradecía los datos de la antropología y la historia; que de ningún modo se infería que lo aplicable a los otros animales debía aplicarse a los humanos; que en todo caso el comportamiento que describía como agresivo no se aplicaba a todos los animales; que incluso en aquellos a los que sí se aplicaba no siempre estaba claro que pudiera ser no aprendido. Algunos fueron lo bastante crueles como para recordarle que ya una vez había mal interpretado los hechos cuando en tiempo de los nazis publicó un artículo en que defendía la eugenesia y “la idea racista como base del estado”.

Sobre el problema clave de si el comportamiento agresivo en los humanos se disparaba en respuesta a factores externos o, como afirmaba Lorenz, en respuesta a alguna “pulsión” interna que tenía que ser “descargada”, la opinión (aparte de unos cuantos freudianos recalcitrantes) fue unánime. No había ningún “instinto de lucha” ni “pulsión de agresión” en los humanos; el comportamiento agresivo en los humanos lo disparaban causas externas. Siendo así, la situación no era tan peligrosa como Lorenz imaginaba porque, como él mismo admitía, esto significaba que estos factores externos que desencadenaban la agresión se podían eliminar “con alguna esperanza de éxito”.

Otro pionero de este renacer del darwinismo social fue el dramaturgo y guionista Robert Ardrey, cuyo The Territorial Imperative (“El imperativo territorial”) apareció también en 1966. Fue seguido por Desmond Morris en 1967 con su libro El mono desnudo. Ardrey escribió expresamente como antisocialista, y subtituló su libro “Indagación personal de los orígenes animales de la propiedad y las naciones”. Según él, la propiedad privada y la división del mundo en estados competitivos era natural. “La naturaleza territorial del hombre es genética e inerradicable”, escribió. El nivel de su razonamiento puede juzgarse de la siguiente réplica a quienes decían que estaba equivocado en cuanto a que los humanos eran genéticamente territoriales: o las lagartijas de cerca (Sceloporus undulatus), los castores canadienses, los perritos de las praderas (roedores del género Cynomys), el pez Gasterosteus aculeatus aculeatus, los monos aulladores, los ñúes, los camaleones hembra intolerantes, las currucas en variedad y las gaviotas en variedad estaban equivocados—o Karl Marx estaba equivocado (The Hunting Hypothesis, Collins, 1976, p. 111).

Él sólo dio por cierto que lo que podía ser válido para los animales que había sacado a colación para apoyar su afirmación automáticamente tenía que ser cierto también para los humanos. De hecho, no lo era, pues un factor clave distintivo de los humanos es que virtualmente todo nuestro comportamiento es adquirido y no gobernado por nuestros genes. Así, si los humanos a veces se conducen de modo posesivo, territorial o agresivo—como innegablemente lo hicieron y siguen haciendo—tal forma de comportamiento es adquirida dentro de la sociedad en que viven y su cultura. En una sociedad diferente, con una cultura diferente, los humanos podrían adaptarse a conducirse de modos no posesivos, ni territoriales ni agresivos.

Ardrey ya había escrito el libro African Genesis (“Génesis africano”) en 1961 en el cual exponía los puntos de vista del antropólogo Raymond Dart, quien argumentaba que los humanos descendían de un antropoide que, a diferencia de los monos antropomorfos del pasado y los hoy sobrevivientes, cazaban a otros animales para comer su carne y sobrevivir. Aunque Dart exageró su argumento, éste goza hoy de aceptación general. Ardrey volvió a este tema en otro libro, The Hunting Hypothesis (“La hipótesis de la caza”) y afirmó no sólo que éramos descendientes de “antropoides asesinos” sino que esto era lo que seguíamos siendo fundamentalmente.

Esto se basaba en otra falacia. Que hayamos evolucionado de animales cazadores no significa que tal actividad se haya incorporado a nuestros genes; el resultado final de la evolución por intermedio de esos animales fue otro animal, uno con un cerebro capaz de permitirle, por medio del pensamiento abstracto y la adquisición de cultura, adaptarse para convertirse en agricultor y pastor y, hoy, de vivir y trabajar en una sociedad basada en procedimientos industriales de producción.

Al describir a los humanos como “monos desnudos” Desmond Morris se equivoca por completo. Lo primero que habría notado cualquier zoólogo que nos estudiara desde el exterior como a cualquier otro animal (que es el punto de partida de Morris) es que la mayor parte del tiempo no estamos desnudos sino vestidos. El zoólogo habría tenido entonces que investigar por qué, y habría descubierto que éramos un “mono” (o un “tercer chimpancé”, como escribió otro autor) que era capaz de dar forma a partes del resto de la naturaleza para proporcionar un sustituto artificial para el pelaje del que la naturaleza nos había despojado. Tomando esta ruta, el zoólogo habría descubierto que no sólo éramos capaces de producir ropa; también la mayoría de las cosas que necesitamos, recurriendo a herramientas que habíamos fabricado para sustituir otras características biológicas que la naturaleza nos había quitado. El zoólogo habría sacado en conclusión que éramos “monos vestidos y fabricantes de herramientas” y que esto introducía tal diferencia, que tal vez, de plano, no se nos debía clasificar como monos pero sí como otro animal por propio derecho. Claro que esta no fue la conclusión de Morris. Su conclusión fue la de que seguíamos siendo aún cazadores primitivos mal adaptados para vivir en la sociedad moderna. El mono desnudo fue un gigantesco éxito comercial. Se vendieron más de ocho millones de ejemplares y lanzaron a Morris a una carrera financieramente más que satisfactoria como proveedor, para el público en general, de nociones acientíficas sobre los humanos.

El método de Morris fue el de buscar una pauta de comportamiento o un rasgo psicológico constantes (“armados por la observación simple y directa de los patrones de conducta más básicos y compartidos ampliamente por los especímenes de la corriente principal de más éxito, tomados de las principales culturas contemporáneas”) y declarar que esto era parte de la naturaleza heredada biológicamente de los humanos. Sin embargo, que una pauta conductual en particular pueda identificarse como constante del comportamiento humano en diferentes épocas y lugares no significa forzosamente que esté determinada biológicamente. Podría ser igualmente resultado de condiciones ambientales semejantes que producen como respuesta comportamientos aprendidos similares. No fue fácil para Morris encontrar comportamientos que hayan sido comunes a todos los humanos en todas las épocas. Al final tuvo que recurrir a descartar algunas formas de conducta—como las de no agresión o no posesividad o la de igualdad de los sexos practicados por algunas sociedades tribales—tachándolas de excéntricas o las de perdedores cuyas sociedades fueron fracasos. Como lo expuso, tales sociedades eran “aguas culturales estancadas” que “sólo revelaban hasta qué punto puede nuestra conducta apartarse de lo normal sin un total colapso social”. Habló dando por cierto lo que estaba tratando de demostrar.

Una vez comenzado, este halagar los prejuicios populares reflejados por las preferencias de Ardrey y Morris empezó a contaminar también a los científicos, y ocurrió lo que sólo puede describirse como una regresión en el entendimiento de muchos de ellos. En 1971 un especialista en el estudio de las hormigas, E. O. Wilson, delineó un grandioso esquema llamado “sociobiología” cuyo objetivo era tratar de explicar el comportamiento social humano en función de nuestros genes, para reducir la sociología a la biología. En un libro posterior, On Human Nature que apareció en 1978, declaró que los socialistas entendían mal la naturaleza humana:

La percepción de la historia como una lucha de clases inevitable que culmina en el surgimiento de una sociedad igualitaria gobernada a la ligera y con la producción bajo el control de los obreros está […] basada en una inexacta interpretación de la naturaleza humana [On Human Nature (Sobre la naturaleza humana), Penguin, 1995, p. 190].

Wilson negó que el cerebro humano que había evolucionado por selección natural era “un dispositivo multiusos, adaptable por aprendizaje a cualquier modo de existencia social”, y aseguró que, por el contrario, los genes heredados de la época en que los humanos evolucionaron, y se adaptaron a la vida en ese medio, dieron lugar a humanos intensamente predispuestos a conducirse en sociedad de modos particulares.

Su técnica fue de lo más fácil: se examina el comportamiento en busca de algo constante; luego se supone que este algo fue determinado por la biología, por la dotación genética de los humanos; el paso final es (fue) elaborar una teoría más o menos plausible sobre por qué y cómo esto habría terminado por fijarse en nuestros genes durante el periodo en que los monos antropoides y las primeras formas del género homo evolucionaron en el Homo sapiens.

As, por ejemplo, la religión podría identificarse como una constante del comportamiento humano y suponerse un gen de la creencia en la religión y desarrollarse una teoría de cómo el gen de la creencia en algo superior al individuo podría haber tenido un valor de supervivencia para los ancestros del Homo sapiens, y que la selección natural darwiniana lo habría incorporado a nuestra dotación genética. O la dependencia de las mujeres respecto de los hombres; podría decirse que aquélla terminó por ser determinada genéticamente porque durante el tiempo en que evolucionamos los hombres salían de caza mientras que las mujeres quedaban en la vivienda cuidando los niños, etc., etc., etc. Fue un juego que cualquiera podría jugar, y que los articulistas y los productores de TV jugaron a cabalidad. Humorístico tal vez, pero totalmente acientífico.

Wilson era biólogo pero el juego era tan fácil que otros quisieron practicarlo también y de inmediato. Así nació la “Psicología evolutiva”, cuya divisa fue “nuestros cráneos modernos alojan una mente de la edad de piedra”, que les permitió a los psicólogos jugar el juego también, escogiendo algún rasgo psicológico y sometiéndolo al mismo tratamiento. Como Ardrey y Wilson, uno de sus guías, el profesor universitario Steven Pinker, escribió una crítica explícita a las ideas socialistas:

Una de las más caras creencias de muchos intelectuales es que hay culturas donde todos comparten con todos libremente. Marx y Engels pensaron que los pueblos ágrafos representaban una de las primeras etapas de la evolución de la civilización: el comunismo primitivo, cuya máxima era “De cada quien según sus capacidades, a cada quien según sus necesidades [How the Mind Works (Cómo funciona la mente)”, Penguin, 1998, p. 504].

Para él, como para Wilson, esto no habría sido biológicamente posible porque tal compartir libre no habría tenido valor alguno para la supervivencia y así los cerebros capaces de practicarlo no habrían evolucionado. La conclusión es que tal tipo de sociedad sigue siendo biológicamente imposible hoy en día, pues seguimos teniendo los cerebros adecuados para la vida de la caza y la recolección en la sabana africana durante el periodo en que aquella forma de vida quedó fijada a nuestro repertorio genético:

Durante el noventa y nueve por ciento de la existencia humana, la gente vivió del forrajeo y en pequeñas bandas nómadas. Nuestros cerebros están adaptados a esa forma de vida largo tiempo ha desaparecida, no a las civilizaciones agrícola e industrial completamente nuevas. No poseen los circuitos indispensables para enfrentar multitudes anónimas, la escuela, el lenguaje escrito, el gobierno, la policía, los tribunales, las instituciones sociales formales, la alta tecnología y otros fenómenos recién llegados a la experiencia humana (How the Mind Works, p. 42).

Pinker aseveró que la mente humana es una “computadora neural” que “diseñada” por la selección natural para actuar como un “programador ciego”. Esta es quizá una manera de expresarlo, ¿pero “diseñada” para qué? Pinker saltó de la suposición de que la mente humana debe estar “dotada de circuitos” para el lenguaje simbólico y la visión estereoscópica (conclusión nada irracional ya que, como hemos visto, estos son dos caracteres de la naturaleza biológica humana) a la dudosa afirmación que debe tener “circuitos” semejantes para reaccionar a condiciones como las prevalecientes en la Edad de piedra.

Esta exposición de que seguimos teniendo una “mente de la edad de piedra” es como un cuchillo de doble filo. Otro psicólogo evolutivo, Andrew Whiten, profesor de psicologías evolutiva y del desarrollo de la universidad de St. Andrews, Escocia, señala que durante el “noventa y nueve por ciento de la existencia humana” la gente vivió en una etapa de “comunismo primitivo”.

Los humanos son la especie más social de la Tierra y nuestros ancestros formaron grupos de cazadores-recolectores que trabajaron en equipo para adaptarse al nuevo estilo de vida. A diferencia de las demás especies, tuvieron una cultura igualitaria en donde todo se compartía igualmente: ningún otro animal hace eso. No había jerarquía en la sociedad ni jefes de tribu, pues todo aquél que trataba de consolidarse como líder era desconocido por los demás. Todos eran considerados iguales unos a otros y vivían en una cultura de comunismo primitivo. Podríamos esperar que como productos de la evolución nuestros ancestros hubieran sido egoístas, pero fue su capacidad para trabajar conjuntamente y apoyarse unos a otros lo que los hizo más exitosos que cualquier otro. Esta cultura de apoyo mutuo permitió que la técnica y las habilidades pasaran a la generación siguiente y en el proceso se perfeccionaran. Aunque este estilo de vida igualitario no está presente en la mayor parte del mundo de hoy, puede hallarse en estado latente dentro de nosotros aguardando que lo despertemos (Artículo entregado a la Royal Society of Edinburgh, véase The Times, 19 de agosto de 2000).

En otras palabras, si realmente hubiéramos sido dotados de “circuitos impresos” o “diseñados” por la selección natural para vivir en una particular clase de sociedad ¡habría sido para el socialismo y no para el capitalismo!

A pesar de lo mucho que nos gustaría creer que los humanos están genéticamente programados para vivir en una sociedad no jerárquica, de mutuo compartir y cooperativa, no hay ninguna prueba de que ninguno de nuestros patrones conductuales esté o pudiera estar programado genéticamente. Lo que gobiernan nuestros genes es la manera como funcionan nuestros organismos y cómo se renuevan a sí mismos, no la clase de pautas de conducta complejas que los deterministas biológicos tienen en mente.

Los primeros análisis del Proyecto Genoma Humano, publicados en febrero de 2001, confirman que no tenemos “circuitos impresos” regidos por nuestros genes para conducirnos en sociedad de alguna manera en particular, sino que la forma en que nos comportemos depende decisivamente de lo que hemos aprendido de nuestro medio y no de lo que hemos heredado por intermedio de nuestros genes. En palabras de Craig Venter, jefe de uno de los dos equipos del proyecto, “la maravillosa diversidad de la especie humana no está prescrita por nuestro código genético. Nuestro medio es crucial” (Observer, 11 de febrero).

Venter explicó el fundamento científico de esta conclusión en el boletín de prensa oficial publicado por la revista Science que dio a conocer los resultados obtenidos por su equipo en su edición del 16 de febrero:

Hay muchas sorpresas en este primer vistazo a nuestro código genético que tienen importantes consecuencias para la humanidad. Desde el anuncio del 26 de junio de 2000, nuestra comprensión del genoma humano ha cambiado muchísimo en los hechos fundamentales. El pequeño número de genes—30,000 en lugar de 140,000—apoya la noción de que no estamos gobernados por ningún circuito impreso. Ahora sabemos que la noción de que un gen apunta a una proteína y quizá a una enfermedad es falsa. Un gen conduce a muchos productos diferentes y esos productos—proteínas—pueden cambiar espectacularmente después de que son producidos. Sabemos que regiones del genoma que no son genes pueden ser la clave de la complejidad que vemos en los humanos. Sabemos que el medio que actúa sobre estos escalones biológicos puede ser la clave de que seamos como somos. Asimismo, el notablemente pequeño número de variaciones genéticas que ocurren en los genes sugiere de nuevo que las influencias ambientales tienen un papel significante en el desarrollo de nuestra singularidad.

Irónicamente, pero de modo conveniente, la propia ciencia de la genética está socavando las especulaciones y los prejuicios de los deterministas biológicos. Sus avances son descubrimientos de que las partes del cerebro de las que depende el comportamiento social humano adquieren forma de “circuitos” después del nacimiento, según el medio social en que el niño humano crezca. Es esta capacidad biológica de que se formen circuitos posteriormente al nacimiento la que está gobernada por genes, no el contenido de los circuitos. En otras palabras, los hallazgos de la genética están confirmando los de la antropología, de que las principales características que nos distinguen de los animales no humanos es la capacidad, como especie, de desplegar toda una variedad de comportamientos sociales.